Nuestro viaje hacia Luang Prabang es largo, casi doce horas, y se vuelve un viaje infernal, ya que las curvas no dan tregua al trayecto y nuestras cabezas no encuentran hueco donde apoyarse para poder descansar. Luang Prabang nos recibe de madrugada, en esos minutos en los que la noche y el día disputan por la hegemonía. La clara luz de la mañana empieza a colorear las riberas del río Mekong, mientras las túnicas naranjas de los monjes budistas recogen las limosnas que los fieles brindan al nacer el día.
Luang Prabang es una pequeña ciudad muy pintoresca, atravesada por las aguas del Mekong, con gran oferta turística de bares y hostales, además de los siempre interesantes templos budistas. Nuestra primera jornada en la ciudad la dedicamos a visitar templos, tomar cafés junto al río, contemplando el rojo declinar del sol sobre las aguas cómplices de ese río que ya es cómplice de nuestros caminos.
Al segundo día tomamos un tuk-tuk que nos traslada a Kuang Si, las mejores cascadas que hemos visto en nuestras vidas: el agua cae transparente, escapando a los escalones naturales que las piedras forman, la selva la resguarda del exceso de exposición, como si no quisiera que perteneciera a todos. Nos damos un buen baño, para refrescarnos del intenso calor, antes de partir hacia la capital de Laos: Vientiane… pero este episodio será narrado en nuestra siguiente crónica.